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Luis Alberto Gallegos

Comunicación global y local e identidad cultural en Chile

Comunicación global y local e identidad cultural en Chile

Comunicación global y local e identidad cultural en Chile

Luis Gallegos M..- Periodista y docente de la Escuela de Periodismo de la Universidad Santo Tomás, de Chile. Santiago, 1999.


Para los fines de la presente reflexión, conviene aproximarse a la definición de comunicación global, que se resume en el concepto de cultura de masas, entendido como cultura que nace con las comunicaciones de masas que hacen posible la entrega casi simultánea de mensajes idénticos mediante mecanismos de reproducción y distribución rápidos a un número de personas relativamente grande e indiferenciado en una relación anónima.1

Como toda comunicación, la global tiene sus defectos y sus virtudes. Entre los primeros, podemos señalar que tiene una visión generalizante de la cultura. Cada cultura se sustenta en una tradición, lenguaje, códigos y memoria específicos. La globalización de las comunicaciones, en una era de reestructuración de la producción de mercancías culturales, tiende a la estandarización cultural y a la recreación de estereotipos. La comunicación global, al homogenizar los mensajes, puede derivar en la privación de las culturas.

Sin embargo, la comunicación global también tiene sus virtudes. La principal es disponer de un soporte tecnológico sin precedentes en las comunicaciones. La aspiración de toda cultura es su universalización: ésa es su vocación ontológica, su razón de ser.

La globalización resulta ser un dispositivo brillante para esta vocación. ¡Cómo hubieran deseado los griegos y otras culturas de la antigüedad disponer de satélites y de Internet! Su expansión y hegemonismo hubiera sido cosa de minutos. Por ello no es extraño que pueblos indígenas avasallados –como los de Chiapas o los mapuches–, hoy acudan a Internet para difundir sus realidades y reivindicar sus derechos. El aporte de la globalización comunicacional es obvia para tales menesteres. En el fondo, la cuestión reside en qué cultura está detrás del control de los grandes medios de comunicación globales y cuáles son sus intereses.

La era de la revolución y mundialización de las comunicaciones ha creado situaciones de desavenencias culturales en otras latitudes. El vertiginoso cambio suscitado en la tecnología de las comunicaciones a través de la televisión abierta, por cable y el satélite obligó desde hace años a países como Canadá o Bélgica a proteger mediante programaciones locales, sus propias identidades culturales frente a la intromisión tecnológica y cultural proveniente de países con el mismo idioma.

Desde la década de los setenta, Europa –y especialmente Francia– vio reaparecer nuevas formas de nacionalismo cultural de intelectuales, artistas, editores y trabajadores de la prensa, ante la amenaza de la invasión cultural de potencias internacionales.2

La hegemonía que impone Estados Unidos en las comunicaciones globales no sólo se expresa en el control del 70% del mercado de las exportaciones de información por computadora y casi el monopolio de la información científica y técnica, sino además en la presencia del inglés como el idioma internacional de las redes de información.

Las comunicaciones que han incidido en tal proceso son principalmente la televisión, la radio e Internet. En distintos grados y formas, cada uno de estos medios de comunicación han moldeado el tránsito cultural, acelerándolo en ciertas tendencias o retardándolo en otras. El intercambio de mercancías, llevado al intercambio de mensajes globales, ha universalizado culturas aunque también ha subordinado otras.

Llama la atención, en todo caso, el que la globalización de las comunicaciones, con sus correspondientes impactos en las identidades culturales de localidades, etnias y naciones, salvo excepciones, no haya generado o incrementado un sostenido movimiento de resistencia que, de algún modo, se pronosticó como inevitable. Más bien ha habido una suerte de adaptación, integración o complementariedad cultural cuyos efectos aún no se pueden identificar claramente.

En América Latina y en Chile, el tránsito acelerado a una globalización de las distintas esferas de la vida económica, política y comunicacional, ha sido de manera aparentemente natural para sus actores, sin aparente oposición, sin la suficiente irrupción del nacionalismo cultural. Es más: pareciera que se necesitaba un fenómeno de esta naturaleza, sea para expansión de los mercados, sea para disputar liderazgos regionales, sea para reproducir estereotipos o por la necesidad de nuevos paradigmas y mitos.

La globalización también ha tenido un efecto disolvente en el antimperialismo de antaño. En rigor, las actuales son circunstancias donde Estados Unidos ejerce un omnímodo hegemonismo en todas las esferas, incluida la cultural. Más bien son las tendencias liberales las que han dado muestras de disconformidad con esa suerte de sofocación e incluso etnocidio cultural a que la globalización somete a las culturas nacionales de diversas latitudes.

La comunicación local...

En ese sentido es relevante la presencia de actores que, al decir de cierto pensador del siglo pasado, han actuado como el topo de la historia: las clases, razas y géneros subordinados, marginados y desposeídos. Ellos son los que, desde distintas ópticas y guardando sus diferencias, han dado su voz de alerta y han organizado una incipiente resistencia expresada con diversidad. En otras palabras: es la ciudadanía la que de manera dispersa, inorgánica y aun sin proyecciones estratégicas, ha optado por disputar palmo a palmo territorios culturales a las trasnacionales de las comunicaciones.

Una de esas expresiones es la comunicación local que, apropiándose de la tecnología moderna o potenciando los recursos propios, ha intentado revertir parcialmente en espacios focalizados la trasnacionalización del pensamiento y el espíritu, y ha buscado recuperar la identidad propia de sus orígenes. Las experiencias son múltiples: radio, cine y televisión comunitaria, prensa barrial y temática, video popular, teatro callejero, grafitis contestatario, arte popular, redes de intercambio, cantores de la calle, peñas folclóricas, religiosidad popular, entre otras.

Podemos admitir que en los estertores del viejo milenio y en la alborada del próximo, la confrontación con el neoliberalismo y la mundialización de las comunicaciones va a estar centrada en la escena cultural –especialmente desde la esfera local– con un vigor inusitado y resurgido desde las entrañas más profundas del ser mismo de los actores involucrados.

Dada la dimensión de segmentos sociales involucrados en estas experiencias, pareciera que la expresión comunicación local queda corta. Porque ello induce a pensar en lo micro, en lo pequeño, en lo minimizado, en lo focal, cuando en realidad estamos ante una gigantesca multitud de personajes y ante una multifocalidad impresionante. Propondría más bien el concepto de comunicación ciudadana como la expresión que más se ajusta a la realidad de ese fenómeno. Además, porque de todas las experiencias indicadas hay medios para todos los gustos. ¿Cómo definir a una radio comunitaria de 50 kilowatts como medio local? Imposible. La potencia y cobertura no determina el carácter del medio. La definición de comunicación ciudadana, además, rescata el sello de lo que ha venido a llamarse el tercer sector de la sociedad. Lo ciudadano como uno de los roles del individuo en su inserción social, en su asunción como ser en relación a, situado y conectado, referenciado por sus nexos con los demás. Lo cuidadano no sólo en su sentido tardíamente liberal de los derechos y deberes, sino lo ciudadano como el espacio donde se dirime el futuro de la sociedad y, en definitiva, de la humanidad.

Intentemos explorar y entender el porqué la comunicación local ha sido de modo natural y sin tránsito la que le ha salido –como dicen los comunicadores centroamericanos, como David frente a Goliat– a las trasnacionales de la globalización.

Un primer acercamiento nos induce a admitir que la globalización tiene grandes vacíos y carencias en su propuesta comunicacional que probablemente sean su sino existencial ineluctable. Una de ellas, la fundamental, es –salvo excepciones– la débil participación ciudadana, el acceso al medio del receptor, la recreación permanente de la dualidad emisor-receptor/receptor-emisor, lo que obviamente el medio globalizado no lo puede hacer a plenitud por su propio carácter.

En cambio, la comunicación local o ciudadana tiene la virtud de ser mucho más permeable y flexible a la participación social, de modo que se adapta a la realidad de los auditores y receptores. Esto hace que la gente asuma al medio como suyo, lo incorpore a su identidad, se apropie del mismo.

No obstante, ello no significa que los medios globales no logren acceder a cierto grado de apropiación del receptor. Se pueden presentar situaciones donde algunos de esos medios globalizados lo logran, particularmente en la radio donde la identificación con programas, personajes o con estilos es mucho más frecuente que con la TV o la prensa. Pueden crearse situaciones de coexistencia entre ambos tipos de medios.

En sondeos de sintonía se han dado casos donde radioyentes expresan sus preferencias por radioemisoras satelitales, pero también por la radio local de su comuna, localidad o región. La diferencia radica en el grado de proximidad que se establece entre el medio y el receptor. Dicha proximidad está cifrada por códigos, lenguaje, memoria, complicidad, sentimentos... En otras palabras: por identificación cultural.

Como parte de este empoderamiento que el receptor-emisor obtiene del medio local o ciudadano mediante su participación de mil diversas formas, podemos señalar que un aspecto crucial siempre presente es el de las expectativas de cambio que se desprende de ese tipo de relación medio-receptor. Sean estos cambios de carácter prosaico –servicios de utilidad pública o doméstica– o sean cambios de carácter estratégico –desarrollo local, calidad de vida, medio ambiente, relaciones de fuerza, acumulación de poder.

A diferencia del medio global que se percibe lejano y parte componente de las estructuras de poder, el medio local o ciudadano tiene la virtud de constituirse potencial o efectivamente en el instrumento de transformación ciudadana. El medio como posibilidad de ser instrumento de poder. Éste es el quid del asunto.

El empoderamiento que el receptor-emisor adquiere en el medio local también tiene una particularidad muy importante: la construcción de espacios democráticos locales o regionales. El acceso de la ciudadanía al ejercicio de la democratización de la sociedad y sus estructuras, tiene más relevancia y fluidez desde lo local, desde lo propio y lo próximo.

Por ello, los medios locales tienen la excelencia para esta expresión de lo político y lo cultural, y también en lo económico, cuando se trate de crear la gestión productiva en la población.

Sin embargo, tal faceta no se verá satisfecha desde el medio global, excepto cuando la ciudadanía irrumpa en la conflagración de hechos políticos de envergadura o simplemente cuando se convierta efectivamente en poder local, regional o, en definitiva, cuando se instale como el nuevo poder del Estado.

...Y la gestación del mito cultural neoliberal

En Chile, la identidad cultural ha tenido un proceso de transformación paulatina aunque creciente en dos esferas: en los paradigmas o modelos arquetípicos y en las relaciones sociales o en el sentido de pertenencia a un colectivo.

Históricamente ese país constituye la típica expresión cultural de una nación creada a imagen y semejanza de valores propios gestados a costa de mucho ensayo y error. Expresión cultural con definidos rasgos enraizados a un terruño que, aunque apartado geográficamente de los centros de poder mundial, perfiló el carácter y personalidad propias del chileno.

Sin embargo, este perfil fue –de forma paulatina e ineluctable y al compás del emergente modelo neoliberal– abriéndose al mercado internacional, a las culturas foráneas y a la fascinación del poder propio. Crecientemente, el arquetipo cultural nativo fue trastocándose en otro con mucho de exitismo, consumismo y autocomplacencia, e incluso en algunos casos de prepotencia. Los medios alimentaron un modelo de individuo autosuficiente y autoreferencial. Ese nuevo sentido del ser nacional se extendió a gran velocidad no sólo en la clase dominante, sino en las clases subordinadas que instantánea y mediáticamente adquirieron para sí los nuevos modelos y estereotipos, y los reproducían en sus esferas cotidianas de existencia.

Uno de los arquetipos culturales emanados del modelo neoliberal es la del ciudadano-consumidor. La ciudadanía está determinada por la capacidad de consumo que disponga. La participación del ciudadano se ejerce en este caso en su accesibilidad al mercado. Las decisiones extraeconómicas son delegadas a la clase política en cuanto tal. Al sistema no le interesa fomentar la participación política activa del ciudadano: le interesa mantenerlo cautivo en el consumismo y mitologizado en una autoimagen de bienestar y prosperidad.

El consumidor resulta ser aparente dueño de sus propias decisiones económicas; en esta dimensión es donde realiza su ser ciudadano. En las actuales circunstancias de crisis económica, el bien disciplinado y obediente consumidor resguarda su ahorro sin “encalillarse”3 masivamente en el mercado y la banca, y es persuadido a esperar para hacerlo cuando vuelvan los buenos tiempos.

Un rasgo cultural notable de ese ciudadano despolitizado creado por el sistema, es su individualismo. Se resta de la orgánica colectiva laboral porque puede atentar contra su estabilidad en el trabajo. Se resta de las expresiones orgánicas sociopolíticas, sea porque no tiene motivaciones para ello, sea porque no satisfacen sus expectativas o simplemente porque no existen. Su acercamiento, participación, acceso o utilización de la orgánica social ocurre sólo cuando ve amenazada su integridad personal, familiar, su entorno y su seguridad ciudadana.

Teóricamente todo individuo tiene tres roles en la sociedad moderna: productor, consumidor y ciudadano. Como productor es creador de bienes materiales o de servicios y, en cuanto tal, imprime su sello en el producto final o mercancía, como factor componente del capital variable y la plusvalía. Como consumidor es generador de la demanda del mercado y, por tanto, estimulador de oferta. Y como ciudadano es constructor de decisiones que, aunque él no las dirija o ejecute directamente, es mediado por el Estado, los partidos o las organizaciones sociales. Sin embargo, esa contextualización ideal del rol del individuo está mediatizada por los poderes que se entrelazan en las sociedades contemporáneas, donde los medios de comunicación, globales y locales, juegan un rol de distribuidor y catalizador de dichos roles.

Podríamos añadirle a ese individuo estructurado un rol también existente aunque insuficientemente recogido y valorado por las ciencias sociales, políticas, económicas o de la comunicación. Es el rol holístico, del arquitecto de utopías, constructor de sueños, diseñador del arte y las cosmovisiones que nutren y dan sentido escatológico y ontológico a su quehacer en las tres dimensiones estructuradas.

Mientras que el ciudadano-consumidor-de-mercancías se deleita con una autoimagen recreada mediáticamente, en la esfera política la clase en el poder inventa e inaugura nuevos mitos sociológicos para suplir la ausencia de interlocutores o para crearlos de modo funcional a sus fines: el consenso. Este nuevo concepto le resulta útil a la clase dominante para rehuir cuentas pendientes con pasados periodos nefastos y generar un nuevo tipo de sistema-político-no-participativo. Mientras ese denominado o supuesto consenso de las mayorías actúa como una forzada homogenización de las diferencias, en la esfera social y política, la globalización hace lo propio sofocando o estandarizando las identidades culturales –y hasta los lenguajes– propias de las diversidades.

Imágenes contrastantes

El tránsito a la democracia ha requerido en Chile no sólo ratificar un discurso ideológico de la fortaleza de su consenso político, sino particularmente un laborioso marketing de su moderno y exitoso modelo económico. Ello, no sólo con el fin de atraer a inversionistas extranjeros y de tener una imagen competitiva y exitista en el exterior, sino también para consumo del mercado interno, con vistas a que la ciudadanía genere una identificación con el modelo, lo reproduzca y le dé soporte de largo plazo.

Tal circunstancia, obviamente, supone la generación de un estereotipo de individuo moderno, eficiente, audaz y exitoso. No importan las incoherencias de la macroeconomía en materia de pobreza, cesantía y reivindicaciones no resueltas; tampoco viene al caso el desfase entre una autoimagen creada en aras del mercado global, con las características culturales provincianas subsistentes. Lo importante es que la imagen externa del país venda. Lo realmente válido, desde esta perspectiva, es que la apariencia exterior del individuo denote competitividad y éxito.

No obstante, vale la pena contrastar esa imagen de país, así como la identidad que se construye de los consumidores, con la implacable realidad de las cifras económicas. Según estudios de especialistas4, la distribución del ingreso o la repartición de los beneficios del crecimiento económico en Chile se hace cada vez más injusta. Según la VII encuesta CASEN, del Ministerio de Planificación (MIDEPLAN), las cifras indican que la reducción de la pobreza se frenó y que pobres e indigentes suman actualmente casi cuatro millones, es decir, una tercera parte de los chilenos.

Mientras en 1990, el 20% más pobre captaba el 4.1% de las remuneraciones, en 1996 la porción del ingreso de ese sector cae al 3.9% y para el año 1998 hay una nueva caída al 3.7%. En cambio, la situación del quintil más rico se ha mantenido prácticamente inalterable. La encuesta CASEN indica que dicho segmento recibía en 1990 el 57.4% de las remuneraciones, y en 1998 recibía 57.3%.

En otros términos: el ingreso de los más ricos en 1990 es 14 veces mayor al que percibe el 20% más pobre, en tanto que en 1998 es 16 veces mayor. Esto obviamente sin considerar los ingresos del capital, es decir, aquí sólo se incluyen los ingresos del trabajo y no los excedentes ni las utilidades de las empresas. Tómese en cuenta que estamos hablando del periodo democrático y no de la dictadura de Pinochet, que ya había castigado severamente la capacidad de los sectores más pobres para capturar mayores niveles de ingreso. Estamos hablando de un periodo denominado crecimiento con equidad y no de cualquier crecimiento, sino de uno de los más espectaculares de América Latina. ¡Cuánto les gustaría a los países europeos e incluso a Estados Unidos mostrar un 7% de crecimiento promedio anual durante la última década!

Así, pues, si escarbamos bajo la superficie del sistema imperante y detrás de la máscara y del discurso con que se recubre el neoliberalismo, encontramos incoherencia. La esencia no concuerda con el fenómeno. Pero el sistema requiere de ese enmascaramiento colectivo e individual, porque el marketing así lo exige.

En la vitrina del mercado global hay que mostrar lo que encandila y brilla, lo exitoso y despampanante, no las “hilachas”, como se diría en Chile, es decir, las debilidades.

En otras palabras: el sistema cultural y comunicacional ha girado en Chile en gran medida en torno a mitos. La cultura y las comunicaciones no se han nutrido de paradigmas o proyectos históricos, sino de una concepción mistificada de la realidad compuesta por una mezcla de nacionalismo, liderazgo, competitividad, exitismo y modernidad. El sistema socioeconómicocultural creado por la dictadura militar y continuado por los regímenes democráticos ha vendido la ingenua “pomada”5 del autodenominado jaguarismo, que sintetiza la metáfora del ganador.

En cambio, desde 1965 hasta 1973, lo que motorizaba al país eran otras motivaciones. El leit motiv para la acción ciudadana lo constituía una serie de proyectos revolucionarios que irrumpieron a la escena político-cultural debido a la incapacidad de la clase dominante de entonces para encabezar un programa modernizador, de cambios o reformas. Desde 1973 a la actualidad, la cultura imperante y actuante es la del mito recreado a imagen y semejanza del autoritarismo y del neoliberalismo.

Para el sistema neoliberal chileno, la globalización de la comunicación resulta consustancial a sus fines. Le cae como anillo al dedo. La clase dominante con aspiraciones a extender su modelo exportador, requiere de instrumentos comunicacionales funcionales a tal pretensión. La globalización de la producción y comercialización de las mercancías necesita de una herramienta comunicacional ad hoc que le permita, simultáneamente, disponer de mecanismos comunicacionales eficaces e instantáneos en la distribución de mensajes alrededor del planeta. Por cierto, antes de la globalización comunicacional, está la de las mercancías y la de la política. Y aquí no entra en cuestión si son mercancías para la paz o para la guerra: son simplemente mercancías en circulación planetaria que requieren de comunicación planetaria.

Una reciente encuesta en Chile indica que, aunque existen cuatro millones de pobres e indigentes, la mayoría de la población dispone de televisor y teléfono. El mercado de la televisión por cable, de la telefonía móvil y el acceso a Internet crece a un ritmo sin precedentes, al grado de que empresas nacionales son rápidamente fagocitadas por grandes trasnacionales de las comunicaciones. 6

La población puede asumir racionamientos en su dieta o canasta familiar, pero el acceso a las comunicaciones es un rubro sagrado. Su desarrollo contraviene las tendencias recesivas o de austeridad. Esto tiene su explicación. El acceso a las comunicaciones modernas es fuente de nuevos tipos de códigos universales a los cuales resulta indispensable acceder para no ser excluido del tejido social, del consumo y del ámbito laboral.

La única forma de no parecer un extraterrestre o de disponer de ventajas comparativas en la profesión o cualquier rubro de actividad, es estar on line con lo último que haya sido lanzado al mercado. Además, estar conectado es símbolo de estatus y de aceptación social. En un sistema implacable en la competitividad, la innovación y el estatus son claves.

Una característica de la globalización de las comunicaciones será, por tanto, su tendencia a la concentración y monopolización de los medios. En Chile ello es perceptible en el caso de las radioemisoras nacionales: el silenciamiento de varias de larga trayectoria ha sido posible gracias a que sus dueños han vendido o arrendado la frecuencia a grandes consorcios trasnacionales. La solidaridad de clase no conoce fronteras...

¿Alternativas?

La globalización de las comunicaciones tiende a fagocitar las particularidades en pro de la instauración de códigos universales. No obstante, los códigos de la diversidad tratan de permanecer intactos; a veces los anhelos de expresar los sueños propios suelen soportar el tiempo y el olvido, manifestándose en ocasiones a través de formas inéditas y creativas de comunicación local, o irrumpiendo a través de eventuales eclosiones sociales o culturales.

En América Latina y en Chile, el arquetipo cultural instalado es principalmente norteamericano. Ello es expresión de la hegemonía económica y militar estadounidense, que se ha visto reforzada luego de la caída del Muro de Berlín. El nacionalismo cultural resulta hoy difícil de sostener.

Las culturas locales para sobrevivir dependen de sus nexos con el exterior. Una cultura nacional debe crear vasos comunicantes con las culturas coexistentes en la escena internacional. La creación cultural de un pueblo puede convertirse en patrimonio del mundo entero. De allí la vocación universal de toda cultura. Lo que obviamente resulta indispensable es conocer en qué términos se da ese intercambio: si es en términos de beneficio mutuo o de enriquecimiento o empobrecimento unilateral.

Una postura existente que se sitúa como alternativa a la globalización creciente es la localización de las comunicaciones. Localización expresada en el diseño y ejecución de estrategias culturales que accedan a la gestión local de las comunicaciones; en la generación de alianzas ciudadanas y culturales amplias que rescate lo propio y sustancial del país en materia de creación intelectual y espiritual; y en la generación de sus propios proyectos programáticos de expansión exógena contraponiéndose a las globalizaciones sofocantes y al etnocidio cultural.

Sin embargo, para otros un concepto más riguroso –con el que nos identificamos más– no es la localización sino la democratización de las comunicaciones. Localizar puede entenderse como reducirse, jibarizarse, autolimitarse. Democratizar, en cambio, adquiere la connotación del ejercicio del derecho a la libertad de expresión consagrada en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Democratizar significa, en esa perspectiva, no sólo el ejercicio de tal derecho a nivel local, sino también a nivel global: supone el acceso de la ciudadanía a la gestión y a la emisión de su propia palabra. La disyuntiva no es entre lo global y lo local. Ésa constituye una falacia, una manera enmascarada de entender y resolver esta contradicción. La disyuntiva real es entre el monopolio-global-autoritario y la democratización global y local de las comunicaciones.

Hoy no es una sola voz la que puede atribuirse la unívoca representación cultural de Chile. Son muchas las voces y las culturas. Y todas quieren y deben hablar. Éste es un país multilingüe y multicultural, cuyas especificidades no están representadas adecuadamente en los medios globalizados a pesar de que se han ganado el derecho de hacerlo por el solo hecho de existir, de alzar su voz y de ser escuchados. Si no es por el poder del Estado o los poderes actuantes en las comunicaciones, estas culturas –más tarde o más temprano– se abrirán paso en la escena cultural y comunicacional del país.

La generación de nuevos marcos democráticos –no oligárquicos, no liberales– requiere de un concepto y praxis nuevos de la interlocución ciudadana.

La clase política percibe que la única manera de no repetir los mismos errores y horrores históricos de los años sesenta y setenta en América Latina, es generando un nuevo tipo de interlocutor que contribuya a generar un nuevo diseño y cuadro democrático en los países latinoamericanos. No que contribuyan a retocar lo viejo, al añejo estilo del reformismo corporativo, sino a transformarlo en el fondo de sus paradigmas. Y esa contribución requiere de lo mediático.

Los medios de comunicación –globales y locales– tienen un rol de primera magnitud en hacer salir de las penumbras y las soledades a ese interlocutor que puede convertirse en el actor y soporte de ese nuevo contexto democrático. Es más: la construcción o reconstrucción de las democracias, requiere hacerlo desde su recreación en lo local, desde los espacios territoriales y temáticos ciudadanos. Pero también desde lo global. Entre la intencionalidad histórica democrática y los medios de comunicación globales y locales existe una interacción inevitable y necesaria. Ambos se necesitan, ambos se modelan mutuamente desde las perspectivas política, económica y jurídica.

Evidentemente, las sociedades modernas apuntan, antes que a su balcanización, a un proceso creciente de alianzas, asociaciones y movimientos unitarios centralizadores por doquier. En Asia, Europa y América Latina fluyen iniciativas para la conformación de conglomerados económicos entre empresas o entre países. Del mismo modo, se generan instrumentos políticos concertacionistas que le hagan contrapeso internacional al neohegemonismo norteamericano.

Lo que ha marcado a Chile en la última década en materia de identidad cultural desde las comunicaciones, ha sido el surgimiento de un nuevo tipo de radioemisoras: las comunitarias. Desde su aparición a fines de 1989, han transformado radicalmente el dial y la escena cultural de diversas comunidades y regiones del país.

Hablar de radios comunitarias en América Latina y en Chile es, en definitiva, hablar del proceso de democratización de las comunicaciones. Los logros en esa materia –avanzados como en Colombia o limitados como en Chile– demuestran que los monopolios de las comunicaciones no son omnipotentes. Considerando la sensibilidad latinoamericana por democratizar sus Estados y sociedades, es posible obtener más avances. A la globalización monopólica de las comunicaciones es plausible oponerle una globalización democrática.

La legalidad radiofónica comunitaria es importante porque legitima el derecho a la libre expresión y a conquistar un espacio democrático. Hay que reclamarla –e interpelarla– permanentemente. Es natural que las expectativas de todo medio comunitario al buscar legalizarse sea que la institucionalidad vigente la proteja. Sin embargo, ello no siempre es así. A veces, aunque no se atente a la censura, la censura atenta contra uno. Y la censura adquiere muchas formas: política, económica, social, de género, étnica, jurídica, técnica.

Por más que se promulguen y apliquen modernas leyes liberales, los medios locales no tienen garantía de invulnerabilidad. Estas leyes no necesariamente constituyen la meta óptima de democratización del espectro radiofónico porque se requerirían Estados de otro carácter. Se trata más bien de leyes neoliberales. Pero, aun así, pueden ser útiles.

La obtención de leyes democratizantes de las comunicaciones locales es importante, pero no lo es todo. Lo jurídico es lo fenoménico. Lo esencialmente importante es contribuir a que nuestros pueblos se expresen, se organicen y participen como protagonistas de sus propias historias. Con ley o sin ella, esa es la vocación de los comunicadores comunitarios. Sólo cuando se democraticen los contextos político-sociales en América Latina, podremos imaginarnos la posibilidad de leyes de comunicación plenamente democráticas.

Los actuales medios comunitarios pueden y deben ser, a su vez, eficaces instrumentos para acelerar este proceso. Ambas tendencias se nutren. Argentina, Bolivia, Ecuador y Perú son ilustrativos al respecto. Mientras ello no se logre, sólo podremos reformar las leyes existentes.

La razón de existir de todo medio comunitario es, en el fondo, ser parte de las esperanzas de un pueblo por cambiarlo todo. No sólo sus leyes: cambiar sus condiciones de vida, ser dueños de su destino, realizar sus sueños, amar en libertad. Ése es el cordón umbilical que alimenta a ese tipo de medios. No sólo para tener leyes de comunicación más democráticas y que todos puedan acceder a la propiedad y gestión de medios de difusión, sino para cambiar las leyes de esta vida donde la pobreza y la muerte prematura son los signos imperantes.

Los necesarios cambios en el rol de los medios de comunicación globales y locales se hacen más urgentes rumbo al próximo siglo. La era moderna abre paso a otra posmoderna. La racionalidad da cabida a lo holístico. Me explico: cuando hablamos de interlocutores ciudadanos y actores de medios locales y globales, nos referimos a lo colectivo como constructor de nuevos espacios de interacción, de redes, de entrelazamiento a un nivel nunca antes visto en nuestra historia moderna, donde ya no basta hablar de UNO, sino de TODOS, o también, si se quiere, de TODOS en el UNO. Un colectivo –y también un ser individual– dotado no sólo de inteligencia y paradigmas coherentes y brillantes, sino también portador de una fe nueva, de una potencialidad y energía capaz de creaciones inéditas en el recodo actual de la historia humana.

En los umbrales de un nuevo milenio no sólo se están cristalizando las predicciones científicas y tecnológicas, sino también pueden realizarse las esperanzas, los sueños y anhelos de una humanidad doliente por largos siglos.

Hoy se nos muestra la posibilidad de que el género humano pueda, por fin, redimirse y avanzar un peldaño más en su humanización y en su divinización. Es hora de que hagamos de la comunicación global y local, un instrumento eficaz y vital de esa posibilidad.

NOTAS

1) Mattelart Armand y Micchéle, Los medios de comunicación en tiempos de crisis, Tercera Edición. Madrid. Siglo XXI. 1985.

2) S. Nora y A. Minc señalan: "Dejar a otros, o sea a bancos norteamericanos, el cuidado de organizar esta ‘memoria colectiva’ y contentarse con tomar de ella, equivale a aceptar una enajenación cultural. La creación de bancos de datos es, pues, un imperativo de soberanía". ("L’infortisation de la société", enero 1978). Asimismo, 100 autores y artistas franceses señalan: "No desconocemos la contribución de cada cultura al patrimonio universal, y nos regocijamos cada vez que la televisión nos presenta grandes obras llegadas de otras partes. Pero pensamos también que la cultura universal se empobrece cada vez que una cultura nacional se debilita o abdica."

3) Chilenismo que significa endeudarse, adquirir bienes a crédito.

4) Marcel Claude, "Injusticia social, injusticia ambiental", en La Nación, Santiago de Chile, 18 de junio de 1999.

5) Parafraseo del chilenismo "vender la pomada", que significa, convencer, persuadir, hacer bien un negocio; aunque también puede tener cierta connotación de embaucar.

6) Para citar dos casos: sólo en los últimos meses, el servidor local RDC Internet fue adquirido por la First Com Corporation, y ChilesatPCS lo fue por Leap Wireless International, ambas empresas norteamericanas.

FUENTE: http://www.cem.itesm.mx/dacs/buendia/rmc/rmc60/luisg.html

1 comentario

Omar -

En realidad es increible saber de esto, no había visto estos tipos de estudios hace muchos años cuando estube en la universidad(2000), en una monografía del EFECTO INVERNADERO y la LLUVIA ACIDA.
Sin mucho conocer veo que silenciosamente hay un gran equipo humano que viene desarrollando y sensibilizando un país entero, con bases solidas y misiones claras.
Espero que la fuerza de este equipo humano siga adelante de forma perceverante en este gran reto.

Mis sinceras felicitaciones y si hay algo en que pueda ayudar solo dejenme saber.

Saludos
Omar